Los primeros 90 años de Fernando de Szyszlo

Noticia-12921-fernando-de-dzyszloEs un privilegio raro poder seguir admirando la creación de un contemporáneo capital. La obra de Fernando de Szyszlo nos confronta sin solemnidad a las interrogaciones universales de la condición humana y a la vez a la manera como las vivimos entre peruanos. Sus cuadros interpelan al sol negro de Nerval, al castillo de Duino, la Anábasis de Saint-John Perse, la casa de Venus, el cuarto de Van Gogh en Auvers y la ronda nocturna, pero también a la ejecución de Atahualpa, el suplicio de Túpac Amaru,  el camino de Mendieta, las mesas rituales, la trashumancia, el mar de Lurín y la Abolición de la muerte de Emilio Adolfo Westphalen. El ciudadano Szyszlo se indigna e impreca sin medias tintas, pero el pintor no ha cesado de hacer suya la divisa de Quevedo: “Nada me decepciona, el mundo me ha embrujado”.

Quienes lamenten la severidad de sus opiniones sobre el arte actual, pueden leer sus primeras declaraciones a la prensa, formuladas hace más de sesenta años. Desde su retorno al Perú en 1951, De Szyszlo considera que el indigenismo ha cesado de ser una vanguardia para convertirse en una nueva forma de academicismo conformista. Y después de una estadía en Estados Unidos, declara en 1962 que el pop art es un avatar de Dada, aunque “sin la originalidad y la fuerza de protesta del original”.
Ha habido grandes artistas cuya producción desmiente los rigores del calendario: Matisse, Balthus, Chagal, Soulages. Se atribuye a Picasso una frase feliz sobre la obra de su período final: “Aprender a pintar como los pintores del renacimiento me tomó unos años, pero pintar como los niños me llevó toda la vida.” ¿Será pintar como los niños librar una y otra vez la misma batalla imposible, cuyos mejores momentos quedan plasmados en los cuadros? “Mi obra es la suma de todas las derrotas y mis cuadros son los despojos de la batalla por expresarme”, responde.
De Szyszlo alterna la soledad de su taller con infatigables travesías por el mundo. Solo en lo que va del año ha participado en las inauguraciones de Elogio de la Sombra, en la galería Durban Segnini de Miami y de Una América llamada Szyszlo en la galería Duque Arango de Medellín.  En Lima, presentó en el MAC los grabados que acompañan el poema El Alejandrino de Mario Vargas Llosa, consagrado al poeta Constantino Cavafis. Quien quiera buscar trazos de su actividad durante el año en curso puede hallarlos en publicaciones tan variadas como Los paraísos del saber (consagrada a las bibliotecas del Perú), el libro homenaje presentado por El Comercio en Art Lima y la Obra poética completa de César Moro publicada por la Colección Archivos de la Unesco.
Hombre de acción sin doblez, pero enemigo de confidencias, méritos vanos y retóricas innecesarias. “Se entretejen dos Szyszlos –ha escrito la curadora Bélgica Rodríguez–, el racional de ancestro polaco y el latinoamericano ‘fantástico’ impregnado de las culturas antiguas del país donde nació”. Algo semejante había destacado en Florencia en 1955 el artista Jean-Jacques Lebel, del entorno de André Breton. “La pintura es lo más importante que me ha sucedido puesto que para mí ella es la expresión de todo ese conjunto dispar y fascinante de cosas y hechos que forman la vida”, resume Szyszlo.
Nadie sabrá nunca sus esfuerzos en cien instituciones públicas y privadas, ni los alcances de la discreta generosidad ofrecida a Georgette Vallejo, a José María Arguedas, a Westphalen, por mencionar solo algunos amigos desaparecidos.
Hay que leer y releer Miradas furtivas para comprender su ir y venir entre los lienzos en blanco, su amor a la poesía y la observación de la vida de todos los días. Si su tío Abraham Valdelomar recurrió a la insolencia y la irrisión para sacar a los escritores de los cuartos de servicio, Szyszlo ha obrado por sacar a los pintores de la dependencia de horizontes estrechos y mercados cautivos. Hay que escucharlo recitar a Nerval, Vallejo, Valéry, Darío, Apollinaire, Neruda y Borges, para imaginar el saber indecible que da gravedad a sus cuadros. Y hay que gozar viéndolo los días en que recibe tubos con acrílicos de colores y nombres improbables, para comprender el elogio de Cobo Borda: “Pintura feliz en su despliegue y agónica en sus postrimerías. Szyszlo se mantiene en su sitio, ya conquistado. Resiste y perdura y vuelve a luchar, ante cada nueva tela, para que los colores –rojo, violeta, azules, verdes, marrones y amarillos– canten y resplandezcan antes de que el sol vuelva a caer o la luna se esfume en el alba límpida. Porque, en realidad, el negro es quien domina”.
Imagino a la distancia su escultura “Para amarrar el sol”, en el malecón de Miraflores. Siento lo mucho que los peruanos le debemos y recuerdo los momentos en que ciudadanos de todos los horizontes le piden espontáneamente tomarle una foto. ¿Cómo no adherir a ese homenaje de nuestro pueblo? Aunque este sea el último asombro que él me causa y estas sean las últimas palabras que yo le escribo.
LA REPÚBLICA